viernes, 12 de febrero de 2021

Querer estar vivo

Me hice amante de la muerte 
en la ferocidad del andar de los días.
Acortejé a su pálido rostro que aguardaba
por los fallos y renuncias que llegásen 
a ser irreductibles,
la enamoré y me enamoró falsamente 
como lo hace un poema sin destino,
como se besan aquellos que han perdido
el fulgor de su romance,
me cobijé en el fragor de la penumbra 
y, adormecido, me entregué al ingrávido 
sentir de sus momentos.
Fui su novicio, su confidente, su clamor,
su público de barrio abandonado,
fui el esposo abnegado al devenir 
de una doncella a la que todos rechazaban,
fui su último consuelo, como único ser
que renunció por cuenta propia a la vida.
No me culpo ¿quién podría amarme más 
que la muerte y su emoción de cruda insistencia? 
Pero llegaste tú, dama de todos los altares,
señora de vestido y pantalón enniñecidos,
joven de clemencia y perenne ternura. 
Llegaste como el viento antes que la mano
para acomodar a un cabello, 
como la vida misma, que pasa y no nos damos cuenta, 
te apareciste como idea irremediable de un deber que aún no sé ha cumplido, 
y aprendí que el insistir en la creencia de que soy un poeta no era burla hacia uno mismo, 
ni asunción nula de ya no ser un niño, 
si no entender que la molestia del respiro, 
aquel desgarro con que entrego el corazón y
las palabras, no son más que la presencia de
un sentir que le escupe a la muerte, 
que le niega sus encantos, agasajos, 
su misión de hacer creer que es el único camino, 
es la epifanía del latir que nos conmueve hasta la entraña -corazón recalcitrante-
es tu llegada, amor de mi vida, y querer estar vivo. 



El poder de recordar

En mi abnegada, valiosa y absurda
inoperancia,
en esta especie de don a maltraer 
y sin sentido,
en las virtudes que se embisten 
unas a otras en actos heroicos 
y tan vacíos como su antigua 
añoranza,
en la capacidad absoluta 
de no saber hacer ni decir nada
más que dar la palabra como un paño
lustrando una bota,
en la verdad impoluta de un voz 
que no los toca,
entrego al mundo la memoria 
como el filo de una daga,
como un polvo ungido por los golpes
de un fatal momento,
como el amor vertido en tantos labios
dolidos, ardientes, unidos por un fuego
que no apaga,
como la llovizna que aguardaba
en el país donde florezco,
o la carne altiva; urdiembre de un pulsar 
de un agosto que siempre repite,
que no acaba,
como un cigarro que aprendí a fumar
veinte años más tarde,
o el grito perdido entre puños y alcohol
hacia un cuerpo inocente,
como el juego de un niño que llora
al mirar lo que el mundo depara,
como una condena que no aguanta 
en sólo un ser, cansado de tanto camino,
como un verso naufragado que ha extraviado su esperanza,
yo les pido -si en la empresa no acobardan-
que reciban mi poder de recordar. 

 
biz.